Por Leonardo Marcote
Entre el 2008 y 2012 estudié en la Universidad Popular Madres de Plaza de Mayo. La Hebe que conocí la trate mientras cursaba en la universidad, donde era frecuente verla junto a otras Madres, sus compañeras. No tenía el pañuelo puesto en la cabeza cuando la veíamos recorrer los pasillos o cuando pasaba a saludar mientras tomábamos café con leche en el bar que estaba adentro de la universidad. La primera vez que la vi hasta me costó reconocerla sin su pañuelo que fue el símbolo de su lucha. Se movía tranquila y serena pero siempre se notaba que estaba haciendo muchas cosas a la vez.
Los viernes teníamos “Historia de las madres” en el auditorio grande y era la materia que todas las carreras debían cursar. Cada tanto se hacía un rato para pasar y contarnos sobre su lucha pero también algunas anécdotas graciosas de sus viajes junto a las madres por distintas partes del mundo. Pasaba del relato combativo a las anécdotas más tiernas. Una vez para distender, luego de una clase pesada, contó que en uno de los tantos viajes que hacían en sus comienzos cuando viajaban por todos lados denunciando el plan sistemático de aniquilación de la dictadura. En el hotel donde se hospedaron había una bañadera y no dudo en darse un baño de inmersión. Luego de un día agitado de entrevistas quería relajarse un poco antes de irse a dormir. Recuerdo que lo contó como una novedad ver la bañadera porque ella no estaba acostumbrada a ese tipo “lujos”. Luego de estar una hora en la bañadera decidió que ya era tiempo de salir pero para su sorpresa no pudo incorporarse porque se había quedado atascada. Pegó un grito de ayuda a las otras madres y entre todas hicieron fuerza agarrándola de su brazo para sacarla pero era imposible porque se habían tentado de risa y no tenían fuerza.
El llanto de risa de Hebe al recordar esa anécdota, 25 años después, es algo que me quedó atesorado para siempre y pensaba en ese momento, cómo los militares le habían matado lo más importante de su vida, sus dos hijos, y esa mujer que estaba frente a muchos estudiantes tuvo la fuerza para salir adelante, cumplir el sueño de crear la universidad, una radio, y tentada de risa contarnos esa anécdota. Siempre iba al frente y no tenía vueltas. Le gustaban las cosas claras y precisas eso es lo que percibía como estudiante. Una tarde estaba en la planta alta dónde teníamos la fotocopiadora y mientras esperaba mí turno para ser atendido se acercó hasta mí. Aunque se movía seguido por el edificio siempre me generó mucho respeto y admiración, entonces quedaba un poco inmóvil ante su presencia. Me preguntó si yo estudiaba con tal profesor y le respondí que sí. Me contó que sabía de mí interés por narrar la historia de María Claudia Falcone y me preguntó específicamente que tenía ganas de contar. Al escucharme, en uno o dos minutos lo poco que tenía claro en ese momento sobre un proyecto que se concretó varios años después y ante mi sorpresa me dijo contenta “Eso, bien pibe. Necesitamos menos relatos de picana y más de amor y lucha”. Yo no podía creer lo que estaba viviendo. Yo que pensaba que no tenía las cosas claras recibía su aliento. No suficiente con dejarme en shock antes de irse me dijo algo que hasta hoy me sigue conmoviendo, “ojalá cada uno de los desaparecidos tenga a alguien como vos dispuesto a dar su tiempo para narrar sus historias”.
Aquella charla me influenció para siempre la manera de contar las historias y desde donde encararlas. Cuando me fui de la universidad, luego de haber cursado la carrera de periodismo, terminé el libro sobre María Claudia. Nunca más la volví a ver para expresarle que aquella charla me había dejado tranquilo que el camino que había decidido era el correcto.