Iorio: la voz de una generación y el ocaso de los ídolos

Por: Mariano Pacheco
Ilustra: Brutta

Murió Ricardo y no podemos sino reconocer que fue el maestro de nuestra generación, así como también reconocemos que tuvimos que efectuar el parricidio para poder existir sin tener que lidiar con ese lastre en que se convirtió la figura de Iorio durante los últimos años. Y una cosa no quita la  otra. Reconocemos la grandeza de su obra durante un determinado período, sin que ello nos lleve a justificar lo injustificable. Fue él que cambió, y no precisamente para recrear con mayor potencia aquello que gestó, sino para transformarse en la sombra de aquél que abrió caminos para transitar la rebelión. Pero: ¿quién nos quita lo pogueado?

Con Hermética muchos nos politizamos, y conectamos las rebeldías adolescentes con la tradición nacional-popular, en medio de la ofensiva neoliberal. Con la H y con Almafuerte en su primera etapa incorporamos el sentir indiano junto a una posición de clase: la nuestra, la de él y sus compañeros de ruta, la laburante. Revalorizamos nuestros barrios del conurbano y con el pogo de los recitales y las cervezas compartidas en alguna esquina, construimos hermandad, en medio del horizonte ideológico del “sálvense quien pueda”. 

Con Ricardo descubrimos sonidos y poéticas que nos quedaban lejos, aprendimos a escuchar folklore y tango, e hicimos propias canciones emblemáticas del viejo repertorio popular.

Es que en ese trayecto artístico que va de 1982 a 2002 (de Malvinas a Puente Pueyrredón, podríamos decir), Ricardo logró establecer, desde el rock, una conexión entre lo nacional y las tradiciones populares, como no se había hecho ni se haría luego, propiciando una resistencia cultural frente a los intentos de homogeneización que patrocinaban desde las usinas del neoliberalismo globalizado. Es en este sentido que Iorio logró transformarse en el símbolo cultural de una generación: la de la juventud trabajadora que creció entre finales de los setenta e inicios de los dos mil.

Tanto la obra de Hermética como la de una parte de V8 y de Almafuerte (su primera y última banda, antes y después de la H), dan cuenta de una experiencia singular, como lo es el metal combativo de inflexión nacional (según la terminología conceptual gestada por el Grupo Interdisciplinario del Heavy Metal Argentino, el GIIHMA): experiencia metalera que funciona como afirmación de una identidad juvenil de la clase trabajadora en el nuevo contexto de ascenso del neoliberalismo, territorio simbólico/cultural que implica no solo un ritmo determinado de música, sino también una letrística, una vestimenta, una forma de socialización y de baile en los recitales, e incluso, la autogestión como forma de producción predominante. 

Por eso el metal ricardiano logró funcionar como un vector de politización de la juventud de los sectores populares en épocas de creciente despolitización, levantando la autoestima obrera en abierta confrontación con el miedo que se había instalado en “democracia” como herencia directa del terrorismo de Estado. Frente a la fragmentación social, el metal promovió la reunión de los cuerpos disidentes que a su vez recuperaron valores tradicionales como movimiento de rechazo y resistencia frente a la cultura dominante.

Es en este sentido que Ricardo aparece en aquellos años como un tribunero, que no se limita a su rol de bajista y compositor de la una banda de metal, sino que busca expresar una verdad a través del diálogo con su público, de aquello que dice –les dice– en sus canciones, y que logra captar precisamente porque es uno de ellos, pero que a su vez, comienza a modelar en tanto artista (un artista que baja línea) que no se calla nada, que trata de funcionar como un contrapunto en el campo de la cultura.

Ese compromiso ético de cantar verdades es típico del metal combativo de inflexión nacional. Cantar verdades que implica, como en Rodolfo Walsh, un denuncialismo frente a un orden de cosas injusto, y un testimonio de las vidas populares que resisten la opresión.

La denuncia del pasado reciente (la dictadura, la guerra de Malvinas), por ejemplo, se entremezcla en Hermética con la denuncia de un despojo de largo plazo (a los gauchos e indios, concebidos como “nativos”). Y la denuncia general del mundo contemporáneo como “enfermo”, “falso”, “conformista”, “aburrido” y “decadente”, que explota y “silencia”, que controla por la represión y “aniquila” perspectivas de futuro, se entremezcla con una denuncia más específica, la que produce el “adormecimiento” de los medios de comunicación de masas, sobre todo la televisión, que instala modelos de moda y “glamour”. Por otra parte, las canciones que enhebran la perspectiva obrera contemporánea con la del gauchaje y el malón de épocas anteriores.

Las crónicas de las vidas populares, por su parte, ponen el acento en el suelo urbano: la ciudad es presentada como sitio de explotación y degradación frente a la cual se alza la voz del rockero cantor que enuncia con su grito una resistencia.

El llamado a no acomodarse, a resistir, a no entregarse, a no esconderse ni escapar, a salirse de los moldes, a esquivar el temor, la estupidez y la falsedad, y a matar el miedo para seguir luchando, resultan fundamentales en Hermética y en los primeros tramos de la obra de Almafuerte, donde prima un nacionalismo popular de orientación revolucionaria, que denuncia las injusticias, traza genealogías plebeyas y expresa un anhelo de vivir de otro modo.

¿Cómo entonces ese lúcido artista que fue capaz de retomar desde las nuevas estéticas, éticas y sonidos del rock pesado las herencias de las corrientes nacional-populares de corte revolucionario, termina transformándose en un “viejo vinagre”, recostado en los ribetes más reaccionarios de la tradición nacionalista?

Iorio estaba llamado a ser el gran vocero cultural del 20 de diciembre de 2001. Fue quien mejor expresó entre la juventud, desde la resistencia cultural, ese creciente proceso de protesta social y quien estaba en mejores condiciones –dentro del rock– para enlazar ese período de resistencias con un nuevo ciclo de experiencia estatal sustentada en la tradición nacional-popular (a diferencia del punk de vertiente anarquista y del rock más pacifista menos identificado con esa matriz de pensamiento).

Pero a Ricardo le cabe las verdades de ese tango de Enrique Santos Discépolo que tan bien reversionó: “estás desorientao y no sabés/ que bondi hay que tomar/ para seguir/ “amargo desencuentro, porque ves que es al revés”…

Un poco es ese trago amargo el que nos queda al ver la deriva final del artista, del personaje en el que Ricardo se convirtió. Quizás porque no logró recrearse para perdurar en su combatividad y ejercitar el necesario trasvasamiento generacional, Ricardo –desde hace tiempo— había confundido la rebelión con la reacción, y el ser uno que expresaba la voz colectiva de una generación obrera en disidencia con el orden establecido se confundió con la ideología del ser-patrón-rural, machista y homofóbico, tradicionalista y conservador, que canta para sí mismo, en clara sintonía con el ensimismamiento neoliberal, o sus modos “rebeldes” de recrearse en clave neofascista.

Quizás por eso tuvimos que cometer el parricidio, tirando piedras en Plaza de Mayo en diciembre de 2001 y con Darío y Maxi el 26 de junio en Puente Pueyrredón, para luego prolongar esa rebeldía emulando sus canciones sin contar ya con su voz.

Y por toda esa historia, que es nuestra historia, Ricardo, lloramos tu muerte, no sin putearte. Y por eso brindamos en tu nombre, porque te reconocemos como maestro, sin dejar de asumir que a todo ídolo le llega su ocaso.