| Por Federico Di Pasquale*
| Ilustra: Lita.Ce
En el contexto de disolución actual es fundamental recuperar a Evita, como forma de resistencia identitaria frente a la marginalidad y la opresión. Ante el neoliberalismo, la práctica activa.
La idea de escribir este texto sobre la figura de Evita como símbolo mítico no es casual en este momento: 2024 -reedición reload del 2001-, en medio de un clima de disolución institucional, grotesco, violencia política, soberbia vendepatria, agresiones al Congreso Nacional y al pueblo trabajador, avance de la derecha en búsqueda del enriquecimiento ilícito de una minoría, represión policial. Frente a semejante atropello, sólo tenemos una historia en común de lucha que nos define y que constituye nuestra identidad. Ese recorrido es el fundamento de las instituciones y no al revés; mirarnos a través de dicha historia forma parte de un pacto que tenemos como pueblo y que se define por la manera que tenemos de sentir lo nacional.
Esa forma nacional emergió con la resistencia a las invasiones inglesas en 1806-1807; con la liberación de España en 1810; con la asunción de Irigoyen en 1916; con el 17 de octubre de 1945 exigiendo la libertad de Perón; en la resistencia que surgió frente a la proscripción tras el golpe de 1955 cuando bombardearon la Plaza de Mayo; durante la resistencia frente a la última dictadura cívico-militar; el 19 y 20 de diciembre de 2001 cuando echamos a De la Rúa; cuando nos opusimos al gobierno de Macri entre 2015-2019 y, en el futuro más o menos inmediato, quizás diremos cuando se fueron Milei y su gobierno.
En La razón de mi vida, Eva Perón confiesa su única ambición: que su nombre figure en la historia de la patria y (¡vaya que lo logró!) ser una intermediaria entre el líder y el pueblo. El paso del tiempo no menguó su influjo sino que su figura de mujer política, rebelde a su tiempo, se redefine sin perder vigencia e independizándose incluso de su ineludible referencia a Perón.
En la mitología evitista se ha construido un símbolo que se diferencia de la interpretación de la investigación histórica. En este sentido, la biógrafa de Eva por excelencia, Marysa Navarro, se lamentaba de la abundante obra mitológica pero escasa investigación histórica. La autora recupera “a la mujer de carne y hueso”, la mujer detrás del mito, construyendo un relato histórico basado en diversas fuentes que permiten desentrañar los hechos.
Sin embargo, nos interesa el camino mítico porque circula, se aproxima a la tipología de los cultos informales y, por tanto, se vincula al mito. Veamos un ejemplo en la estampita de Evita y la oración Eva Santa del Pueblo, que dice así:
“Oh, gloriosa Santa Evita, protectora de los desamparados y humildes, tú que entregaste tu vida en aras del amor por los desposeídos, intercede por el pueblo argentino, por los enfermos, los sin techo, los sin trabajo, los marginados, los que están en soledad. Te lo pedimos por Jesucristo Nuestro Señor. Amén”.
La oración sigue con las indicaciones de rezar un Padre Nuestro, un Ave María y un Gloria, y concluye expresando: “Santa Evita, Jefa Espiritual de la Nación y del Pueblo Argentino, ruega por nosotros y protégenos”. La estampita de Evita suele estar al lado de otra del gaucho Antonio Gil o de San Cayetano, formando parte de un santoral, acto de resistencia que mezcla lo pagano con lo institucional.
Queremos decir que hay algo de la colonización, por ser un país no opresor sino oprimido, una reminiscencia de la estructura del sistema que sobrevive y que nos lleva a santificar cuerpos marginales, rebeldes, inconformistas, que pasaron por experiencias de dolor, sufrimiento, martirio, enfermedad y/o muerte violenta. Dichos héroes pertenecen a los sectores populares; pusieron sus vidas al servicio del pueblo, de la empatía, de la solidaridad, en un profundo humanismo que justificaba la aspereza del camino. El sufrimiento hace que el cuerpo mute a otra presencia simbólica que resplandece ya sin dolor. Por eso, tiene gran potencialidad política. El milagro sucede y se multiplicarán los panes; tendremos vino y peces. Se restituye la dimensión de la esperanza, sin la cual es imposible la lucha. Lo extraordinario se hace ordinario; la justicia social parece otra vez posible y Eva, Evita, nuestra compañera, se presenta en la lucha, junto a nosotres.
El pueblo canoniza a aquellos de la comunidad que ayudan o hacen que se cumplan los pedidos y se atiendan las necesidades. Evita, en su versión más plebeya, viene a continuar la saga de la síntesis entre mitos autóctonos y catolicismo, pero excediendo los marcos de la institución eclesiástica. En la estructura impuesta para asegurar la colonización y la dominación, aparecen ranuras; se cuelan rayos de rebelión. Se trata de un fenómeno que nos resulta importante, por tratarse de la apropiación creativa, mítica y simbólica, de las estructuras impuestas por la cultura dominante. De esta manera los pueblos se apropian del santoral oficial para poblarlo de seres de los márgenes. Nos adueñamos de las prácticas dominantes para darles otro significado del original, uno desde abajo.
Hay un posicionamiento que entiende a lo popular y su mitología plebeya como atraso, pobreza, ausencia de recursos simbólicos y alienación. Nuestro posicionamiento -el del pueblo, el nacional- por el contrario, adora los elementos que el positivismo político detesta. Lejos de permitir la opresión político-económica, lejos de compensar carencias y de ocultar la violencia estructural, el mito popular resignifica creativamente expresiones originales. Quienes sostienen que la mitología evitista termina siendo funcional a las estructuras de dominio, no han captado un modo de lucha que consiste en la resistencia identitaria y que es una característica de nuestro pueblo a lo largo de su historia.
Podemos pensar que es barbarie, antieuropeo, superchería; que el pueblo es lo irracional, una masa ignorante manipulable. Pero, también podemos fijarnos en los aspectos que tienen que ver con el patrimonio cultural, la herencia de las luchas y las resistencias. Porque en el capitalismo actual el sistema nos expulsa hacia los márgenes, la pobreza, la incertidumbre, la supervivencia, la indefensión, pero desde allí nosotros también tenemos prácticas activas, autónomas, de resistencia, frente a una dirección unilateral de la vida, los vínculos, las relaciones sociales. Esa plebe que miran con desdén es en realidad expresión viva y legítima de lo nacional, fuente de todo poder y derecho.
El progreso técnico, tecnológico, científico, no niega, según nuestro modo de ser nacional, al mito. El último no es solamente opio del pueblo, aletargador, sino que responde a que, en palabras de Ernst Cassirer, somos “animales simbólicos”. Producimos símbolos en una dimensión mítico-religiosa. En las sociedades posmodernas y a pesar de ellas, el mito aún persiste. Frente al silencio de Dios y de la historia, frente a la espera del pueblo pobre que sufre, el mito abre el camino al misterio, unifica en la esperanza. Adquirimos cierta sensación de completud, recuerdo del momento fundante en donde como pueblo reasumimos el poder.
No se trata de una mercantilización vaciada de contenido, fetichizada, lavada, congelada, inofensiva, sino de una profunda huella en la memoria colectiva que enciende la chispa. Una huella que es interpretativa, creativa, autónoma, productiva. Entonces, frente a la versión oficial de una Evita dogmática, repetitiva, de manual, tenemos la hermenéutica popular que recrea símbolos polisémicos.
Nuestras organizaciones populares son inseparables de este tipo de imaginario argentino, formamos parte de ese imaginario más que tener una misión histórica. Construimos nuestra interpretación y nuestros símbolos en las ranuras del sistema colonial; cuyas paredes dejarán el gris de la humedad para que crezcan flores.
La manera de entender a Evita es también la manera de sentir a Evita, vinculada a las devociones populares, al mismo tipo de símbolo y amor. No tiene tanto que ver con quién, qué o cómo fue, en términos de investigación histórica, sino con los destellos que arroja en una era de disolución. Frente al dominio, Evita forma parte de la memoria viva, no la momificada, sino una huella cultural que vemos en los cultos populares.
Nuestra hermenéutica es popular, bárbara, plebeya y mezclada. Un fenómeno de identificación que excede la realidad histórica y que aglutina multitudes o muchedumbres, como gustaba decir Raúl Scalabrini Ortiz. Evita es las diversas versiones que de ella circulan entre los sectores populares.
Hay quienes intelectualizan la lucha sin olor a pueblo, anulando los rasgos mítico-religiosos que permiten la reactualización, en nombre del progreso técnico-científico. No pueden tolerar que, ontológicamente, la lucha se ubique en el mismo plano que una bailanta. La revolución, según ellos, no puede hacerse con camisas floreadas ni con risas; se alejan de la grasa y la mersa, no tienen humor.
En nuestro imaginario colectivo hay una colección de retazos que son literarios, documentos, versiones que seguimos reescribiendo. Entonces, nuestra identidad tiene que ver con una lucha por la resistencia. Hay allí rasgos de la institucionalidad católica, nuestro ser nacional se origina en estructuras coloniales de las cuales nos apropiamos y las mezclamos con lo popular, les quitamos la solemnidad, la poma, hacemos una versión plebeya que no asiste a misa.
Evita lucha junto a nosotros y tiene su oración y su estampita. Está santificada por el pueblo pobre junto a los bandidos rurales, los montoneros y las montoneras, los sanadores, las figuras del mundo del arte, el deporte y el espectáculo: Gardel, Gilda, Rodrigo, Maradona; podemos agregar algunos a este santoral: la Difunta Correa, el Maruchito, Vairoleto, Ceferino Namuncurá, la Telesita, entre otros. Evita duerme y despierta en ese panteón de seres transmutados en luz, imperecederos, incorruptibles.
*Integrante del Instituto Plebeyo. Licenciado en filosofía por la Universidad Nacional del Litoral. Militante popular.