| Por Pablo Solana
El Pocho debería cumplir 58 años este 27 de febrero, pero la represión de 2001 le truncó la vida cuando organizaba un comedor popular. En su homenaje publicamos este texto que recorre todas sus militancias, que integra el libro “2001. No me arrepiento de este amor. Historias y devenires de la rebelión popular”.
Diciembre de 1997 terminaba rojo en la ciudad cuna del guerrillero heroico. La efeméride predisponía: en octubre se habían cumplido 30 años de la caída en combate del rosarino más famoso. A la vez, el contexto social reclamaba combatividad: se multiplicaban los despidos y en los cortes de ruta se hacían oír potentes gritos contra el hambre.
La multisectorial de Rosario mantenía en primer plano el espíritu guevarista. “Por una Latinoamérica libre, digna y revolucionaria”, podía leerse entre las banderas que decoraban el patio de la escuela Santa Lucía, donde se realizaba el plenario de fin de año. Allí estaban todas las organizaciones políticas de izquierda, pero también delegaciones de la Asociación de Trabajadores del Estado (ATE) y del Congreso de Trabajadores de la Argentina (CTA).
Se acercaba otro fin de año caliente y la multisectorial debía decidir acciones de lucha contra los despidos y la falta de respuestas a la crisis social. En el plenario, las mociones subían de tono: paro por 24 horas, que no, que eso sería reformista, que por tiempo indeterminado…
Entonces pidió la palabra otro trabajador estatal. Un flaco de melena descuidada y hablar pausado al que le decían Pocho.
–Nosotros queremos invitarlos a un pesebre. Ya hay una comisión organizadora, queremos que sea en el barrio Ludueña, a principios de enero, para el día de Reyes.
Se hizo un silencio más marcado que cuando hablaban las demás personas. Tal vez por lo disruptivo del planteo, tal vez por curiosidad, lo escucharon con atención. El flaco expuso una interpretación peculiar de aquel hecho bíblico:
–María y José fueron inmigrantes, perseguidos, exiliados, una familia de trabajo, unos sin techo. Por eso la propuesta es representar un pesebre internacionalista, a favor de los oprimidos, por la justicia social.
Así, con su forma amable de contar, el Pocho se ganó no solo la atención de toda la militancia, sino también un sostenido aplauso.
Pocho Baltasar
Claudio Lepratti, el Pocho, para ese entonces tenía algo más de 30 años. Había trabajado desde 1991 en un lugar al que llamaban la Cocina Centralizada, donde se preparaban treinta mil raciones de almuerzos y sesenta mil meriendas para todas las escuelas de la ciudad. En 1996 lo habían despedido, pero él, sus compañeras y compañeros de ATE protagonizaron una pelea que se volvió emblemática: montaron una carpa de resistencia y, tras días de aguante y pulseada con los funcionarios, lograron ser reincorporados. Hasta ese momento tenían contratos inestables, precarios, a pesar de que venían haciendo un trabajo esencial desde hacía muchos años; a partir de entonces los pasaron a la planta permanente de empleados del Estado. El Pocho pasó a trabajar como auxiliar docente en la cocina de la escuela 756 del barrio Las Flores, no muy lejos de donde vivía.
En enero de 1998, finalmente, se realizó el pesebre que él había propuesto en aquel encuentro multisectorial. Fue en Ludueña, su barrio. La plaza donde se hizo no tenía nombre, se la identificaba con el de la escuela que estaba ahí nomás. Un puñado de militantes de las organizaciones de izquierda se acercó a colaborar. Sus compañeras y compañeros tuvieron que gastar mucho corcho quemado para caracterizarlo: el Pocho, tan gringo, rubio, eligió ser el rey mago negro, Baltasar.
Votos de pobreza, castidad y de desobediencia
Todo empezó en su ciudad natal, Concepción del Uruguay, en la provincia de Entre Ríos. Claudio Lepratti fue el mayor de seis hermanos y hermanas. Hizo sus estudios secundarios en el Instituto Santa Teresita, perteneciente a la orden salesiana de la iglesia católica. Hugo Obispo, compañero del colegio, recuerda que ya por entonces tenía actitudes de delegado: “Solía jugarse por cualquiera de nosotros. Le gustaba que le digamos Pocho por el trasfondo de ideales. Porque él venía de una familia campesina, muy trabajadora, entonces le caía bien la figura de Perón”.
Apenas terminó el colegio se mudó a Funes, en Santa Fe, para formarse como seminarista en el instituto Ceferino Namuncurá. Estudió para ser hermano coadjuntor, un “salesiano laico, en mangas de camisa”, como ellos mismos se definen; para lo que debía completar la carrera y hacer los votos de pobreza, castidad y obediencia, al igual que cualquier cura.
Sus superiores le decían que debía concentrarse en la fe, que ya tendría tiempo para lo demás. Él desconfiaba de ese mandato, sentía que esa premisa lo alejaba de la gente. Quería estar con el pueblo que sufre, no se conformaba con la idea de dejar la labor social para más tarde. No estaba dispuesto a contener sus convicciones entre cuatro paredes: “El hambre es ahora, mi compromiso tiene que ser ahora”, se dijo. A cuatro años de haber ingresado al seminario, decidió desobedecer.
Abandonó el instituto y se fue a Rosario. Allí se sumó a las comunidades de base del barrio Ludueña. Se había rebelado contra la institución, no contra el ideario cristiano. “La iglesia es acá”, solía repetir cada vez que le mencionaban el tema. “Acá” podía ser la placita del barrio, la cocina donde trabajaba, la carpa de la resistencia, el fogón o la reunión sindical. Donde estuvieran las personas organizándose para hacer el bien, para él estaba la fe.
Esa era toda la iglesia que necesitaba.
Mantener los votos de pobreza le fue fácil. El sueldo de trabajador estatal no le dejaba margen para gastos superfluos, pero, además, estaba convencido de sostener el estilo de vida modesto de un verdadero franciscano. La castidad también la sostuvo con entereza, algo que podría resultar extraño para un muchacho enérgico y simpático como era él. Al no ser sacerdote, no tenía obligación.
El Pocho impulsó la creación de una decena de grupos juveniles de base: desde la Coordinadora Juvenil de la Vicaría Sagrado Corazón del Barrio Ludueña, hasta agrupaciones más silvestres como Los Piqueteros de Lourdes, Los Ropes o Los Gatos. La que más duró fue La Vagancia. La revista del barrio que promovió se llamó Ángel de Lata. También fue parte de la Murga de los Trapos. Bautizó de manera creativa a las comunidades eclesiales de base: desde el Pie, Poriahú (pobre o sin tierra, en guaraní). El Movimiento Nacional de los Chicos del Pueblo, vinculado a la CTA, encontró en Rosario un excelente caldo de cultivo en tanta organización juvenil. El Pocho era una figura indisociable de todo ese proceso.
Del trabajo al barrio: un nuevo modelo sindical
Lo que se conoce como la CTA (Central de Trabajadores de la Argentina) nació como el CTA: la C de la sigla significaba Congreso, no Central. Así fue hasta 2006, cuando ese sector logró reconocimiento oficial. Hasta entonces, funcionó como una corriente autónoma respecto de la central histórica. Con el menemismo, algunos gremios se habían distanciado de la CGT (Confederación General del Trabajo) por su complicidad con el ajuste y su pasividad ante los despidos masivos.
El Pocho siguió de cerca el nacimiento de aquel espacio novedoso: entró a trabajar en la Cocina Centralizada justo cuando en ATE (Asociación de Trabajadores del Estado) se discutía la ruptura con la CGT para dar vida a la nueva experiencia sindical.
Más allá de las siglas, al Pocho le generaba curiosidad que se convocara a un congreso de trabajadoras y trabajadores al que se debía participar según los mandatos de base.
Otro aspecto de la CTA que le resultaba afín era la consigna “la fábrica es el barrio”, con la que sintetizaban la nueva realidad social de los noventa. De ese modo sencillo y contundente, buscaban dar cuenta de la situación de los despidos, las mujeres que sacaban adelante hogares sin ingresos, la juventud impedida de conseguir un primer empleo: las y los excluidos, quienes estaban fuera del sistema. Esa línea política fue un acierto: le permitió a la CTA lograr predicamento en los barrios populares y ofrecer a la juventud la posibilidad de organizarse de la mano de las personas aún en actividad.
Para el Pocho el barrio era más que una segunda opción. Aun como trabajador del Estado, su principal dedicación estuvo, desde siempre, en organizar y brindar espacios de contención para las pibas y los pibes que andaban por los márgenes, con riesgo cierto de caerse.
Se mostraba conforme con un espacio sindical, social y político amplio que contenía sus ideas cristianas de liberación. Fue delegado ante ATE y congresal de la CTA. Los dos aspectos que mejor lo identificaban con esa corriente sindical, el trabajo de base y la organización barrial, ya los traía incorporados de su participación anterior en la Iglesia. A partir de entonces, para el Pocho, religiosidad y militancia fueron de la mano.
La hoz y el haz
En un taller de formación política, él y su compañero de ATE y la CTA, Gustavo Martínez, debían establecer un santo y seña que les permitiera reconocerse en cualquier circunstancia, aun si se dejaran de ver durante mucho tiempo. Era un juego, un recurso pedagógico a tono con los conceptos de la educación popular de Paulo Freire, tan afines a las comunidades eclesiales de base y a los nuevos movimientos sociales. Entonces el Pocho propuso la frase que su compañero debía reconocer: “Con un callo por anillo”. Se trata de una estrofa de la “Canción de la hoz y el haz” de Pedro Casaldáliga, un obispo, teólogo de la liberación y poeta:
Con un callo por anillo monseñor cortaba arroz ¿Monseñor “martillo y hoz”?
Me llamarán subversivo.
Y yo les diré: lo soy.
Por mi pueblo en lucha vivo.
Con mi pueblo en marcha voy. Tengo fe de guerrillero y amor de revolución. Y entre Evangelio y canción sufro y digo lo que quiero. Si escandalizo primero quemé el propio corazón al fuego de esta pasión cruz de su mismo madero. Incito a la subversión contra el poder y el dinero. Quiero subvertir la ley que pervierte al pueblo en grey y al gobierno en carnicero.
El cruce entre la formación religiosa y la militancia política fue azaroso, en principio, para el Pocho, pero en seguida encontró el cauce. Cristina Martínez, por entonces una piba de su edad, lo conoció recién llegado, cuando era uno más de la banda de Ludueña. Recuerda: “Quienes asistíamos a esas reuniones sufríamos un problema de identidad, cosa bastante habitual en los cristianos cuando caemos en cuenta de que nuestro trabajo es más político que pastoral”.
Entre las posibilidades que ponía a su alcance la CTA y su apostolado barrial surgieron iniciativas como los talleres de prevención del VIH y el proyecto Mundo del Trabajo, que coordinó durante más de un año.
El Padre Edgardo Montaldo, un salesiano con fuerte vocación social que mantuvo vivas las comunidades de base en el barrio Ludueña por más de 30 años, fue su maestro. Al Pocho lo inspiraron las lecturas de los brasileños Casaldáliga y Helder Cámara, llamado el Obispo Rojo; del ecuatoriano Samuel Proaño y de Samuel Ruiz, acompañante de la rebelión indígena en Chiapas.
La iglesia que Pocho reivindicaba tenía referentes a quienes seguir, no solo en el plano de las ideas o del compromiso individual. A principios de 2001 pudo conocer de cerca al Movimiento de los Sin Tierra (el MST) en Brasil, orientado por seguidores de la Teología de la Liberación de ese país; allí también conoció a zapatistas de México, y a las cristianas y los cristianos del Centro Martin Luther King de La Habana, Cuba. A su regreso de Brasil solía contar, con admiración y entusiasmo, sobre todas esas experiencias latinoamericanas que habían reafirmado su militancia y su fe.
Sus múltiples dedicaciones solidarias no le impidieron seguir estudiando: se anotó en el Instituto San Juan Bosco donde se graduó, poco tiempo antes de la rebelión de 2001, de Profesor de Filosofía y Ciencias de la Educación.
“Éramos demasiado zurdos para la Iglesia y demasiado reformistas para nuestros compañeros de izquierda. Estábamos siempre por los bordes”, recuerda Cristina sobre aquellos tiempos.
Del pesebre al carnaval
Con el Pocho pasa algo parecido a lo que sucede con Darío Santillán. Es tan potente la dignidad de sus últimos gestos que se hace difícil tomar distancia de esas imágenes grabadas a fuego en el ideario popular, convertidas en íconos. Darío sosteniendo la mano del compañero caído en la lucha, abatido por la represión; Pocho sosteniendo el almuerzo de las pibas y los pibes caídos del sistema, empujados por el hambre. Frente a ellos, sus matadores: personeros del poder apagando esas vidas sostén a fuerza de disparos. Tras la tragedia, también en ambos casos, la multiplicación del ejemplo comprometido, la reivindicación de la solidaridad extrema.
Es conocida la forma en la que mataron al Pocho, aquel disparo certero a su garganta cuando el 19 de diciembre de 2001 gritó a la patrulla policial: “¡Bajen las armas, aquí solo hay pibes comiendo!”.
Hoy su ejemplo se sigue replicando: hay bibliotecas, agrupaciones sindicales y espacios públicos que lo homenajean. En aquella plaza donde se hizo el pesebre que lo tuvo como el rey mago Baltazar, cada 27 de febrero –la fecha de su cumpleaños– se hacen actividades y festejos que se agrupan bajo la leyenda “El carnaval del Pocho”. La plaza, que en aquellos tiempos era conocía por el nombre de la escuela cercana, ahora se llama Claudio Pocho Lepratti. El nombre puede leerse en cada esquina y en las paredes de las calles aledañas, en carteles y murales que se multiplican por toda la ciudad.