Sobre los “infiltrados” y los hechos de violencia

Hace mucho no se reprimía con la saña con la que se lo hizo el miércoles pasado, pero algunos años atrás eso era lo habitual. En su momento analizamos a fondo la represión en la que asesinaron a Darío y a Maxi; esto fue lo que aprendimos sobre los “infiltrados” y la violencia.

Por Pablo Solana

Durante la tremenda represión frente al Congreso el pasado 12 de junio, personas con sus rostros cubiertos dieron vuelta dos automóviles, y a uno de ellos lo prendieron fuego. Algunos sectores de la manifestación se distanciaron, con desconfianza. Hasta el momento ningún grupo militante reivindicó esas acciones y esas personas no fueron identificadas, por lo que cada quién leyó la situación según su interés: el gobierno dijo “golpe de Estado” (¿?); la claque mediática oficialista dijo que habían sido piqueteros; la mayor parte de la izquierda y del progresismo respondió diciendo que eran policías infiltrados, apelando a fotos de marchas anteriores o señalando situaciones que parecen inducir a esa conclusión, aunque, en rigor, no alcanzan a clarificar la situación (el policía de civil retratado de espaldas, que vuelve a las vallas policiales, no está entre los que incendiaron el vehículo; quienes roban algo de su interior horas después, presumiblemente canas, tampoco).

El debate sobre hechos de violencia en el marco de represiones brutales como la del miércoles no es nuevo. Sobre este caso reciente, una posibilidad es que el incendio del automóvil haya sido una acción de “falsa bandera”, es decir, la generación de un hecho por parte de policías o servicios de inteligencia para que sea atribuido al “enemigo” (los manifestantes). Pero mi experiencia me indica que hechos como esos también pueden ser producidos por grupos militantes que creen que, ante represiones feroces como la que estaba ocurriendo, es legítimo responder con violencia, no dejarse atropellar.

Las últimas dos décadas no abundaron en situaciones de tal nivel de conflictividad como las que indefectiblemente comenzarán a suceder, a juzgar por el avance del modelo económico esclavizador y su consecuente decisión represiva. Nos falta “gimnasia” en la protesta para neutralizar provocaciones o para reaccionar ante situaciones que se salen de control, como sucedió frente al Congreso. Esa falta de práctica también explica algunas opiniones livianas que no conciben algún tipo de respuesta no-pacífica ante la violencia represiva. Son muchxs quienes enseguida gritan “¡infiltrados!” ante el menor atisbo de resistencia a la represión. No me refiero particularmente al auto televisado; suele haber intentos de barricadas, o formas de aguantar la embestida policial con piedras o con lo que se pueda, para demorar el avance represor, que son señaladas con igual descalificación.

Estas consideraciones son parte de un debate que asoma, y que la militancia deberá dar. Si este gobierno y estas clases dominantes siguen con este plan, indefectiblemente avanzaremos hacia algún tipo de horizonte de alta conflictividad.

Por lo pronto, podemos aprovechar la ocasión para compartir experiencias que son, a esta altura, parte de nuestra memoria histórica. En las líneas que siguen vuelco algunas conclusiones a las que llegamos en su momento tras analizar un caso que por distintos motivos marcó un quiebre: la Masacre de Avellaneda.

El derecho a resistir

Brevísimo repaso, porque pasaron más de 20 años: el 26 de junio de 2002 miles de personas se manifestaron en todo el país. Hubo cortes de puentes de acceso a la ciudad de Buenos Aires; el más notorio y masivo fue el del puente Pueyrredón. Las demandas eran las básicas en aquel contexto post 2001: asistencia ante la emergencia alimentaria, creación de trabajo, repudio a la política represiva y solidaridad con lxs laburantes de Zanon. El gobierno de Duhalde decidió generar un hecho “aleccionador”: la represión debía generar muertos. Tenían preparado el discurso “se mataron entre ellos” y el señalamiento de “una escalada de grupos que quieren atentar contra la democracia” (¿les suena?). Como resultado de esa represión fueron asesinados Darío y Maxi, pero además otros 33 compañeros recibieron disparos de plomo. 

Durante la resistencia a esa represión criminal hubo hechos de violencia: a lo largo de seis o siete cuadras por la avenida Irigoyen se rompieron vidrios de automóviles y de algunos negocios; hubo piedrazos contra la policía, todos los que se pudo; se arrojaron al menos unas diez o quince molotovs; se hicieron barricadas prendiendo fuego tachos de basura o lo que se encontró a mano; un colectivo fue obligado a detenerse, terminó cruzado en la avenida y prendido fuego; unos jóvenes amenazaron con rociar nafta de la estación Shell y prender fuego el lugar.

A priori, forzando el paralelismo con lo que sucedió hace unos días en el Congreso, podría decirse: “Claro, los servicios de inteligencia hicieron eso para justificar la represión”. Tiene lógica. De hecho, como ahora, hubo fotos de tipos sospechosos de civil que se movían con la Bonaerense, se dijo “infiltrados”. Pero durante la investigación exhaustiva que llevamos adelante para clarificar los crímenes de Darío y Maxi llegamos a otra conclusión. Es cierto que hubo policías de civil complementando la acción policial, actuando a la hora de detener manifestantes. Incluso hubo un ex policía que actuó como parapolicial. Todo eso lo documentamos en el libro Darío y Maxi, dignidad piquetera (aquí). Es cierto que la policía diseñó un plan criminal, disparó con plomo y montó después el encubrimiento. Pero no detectamos que la cana o los “servicios” (que efectivamente estaban detrás del jefe policial Fanchiotti), hayan actuado en esos destrozos, al menos no en la mayoría de los casos. Por el contrario, verificamos que los hechos violentos habían sido llevados a cabo por la militancia, como parte de la resistencia a la represión. 

Algunos de esos hechos tuvieron más sentido que otros. Por ejemplo, me tocó ser parte de la construcción de algunas barricadas y de la detención del colectivo, de la invitación a los pasajeros y al chofer a abandonarlo, para dejarlo cruzado en la avenida y dificultar el avance de la policía, que disparaba sobre nosotrxs sin ton ni son. Después el colectivo terminó en llamas, creo recordar que también eso fue promovido por compañeros que evaluaron que, de ese modo, la policía tendría que detenerse allí hasta recibir nuevas órdenes o al menos demorar el avance a los tiros. Aunque aún no sabíamos que estaban disparando con plomo, ya habíamos visto compañerxs heridxs y la saña represiva no daba descanso. Otros hechos, en cambio, nos generaron más sospecha. Yo creía que no podían ser militantes quienes, con total irresponsabilidad, estuvieron a punto de regar nafta sobre el playón de una estación de servicio para prenderla fuego. Se les detuvo a tiempo (fui parte del grupo que los interpeló), pero esa era su intención. Sin embargo, preguntando, buscando contactos de confianza, supimos que eran militantes de un grupo ajeno al movimiento piquetero, pero compañeros de una organización del campo popular. Hablamos con ellos cuando pudimos, les transmitimos la preocupación por este tipo de hechos. Pero lo cierto es que, en ese caso, aun cuando fue una acción irresponsable y riesgosa, no fue ajena a la militancia popular.

Me quedó grabada esa anécdota. Me sirvió para reflexionar lo siguiente:

En el marco de un pueblo con tradiciones militantes tan diversas y prolíficas –anarquistas, guevaristas, trotskistas, nacionalistas, autonomistas, comunistas, insurreccionalistas, peronistas y un largo etcétera–, hay de todo. Y en momentos que condensan una tensión social y política fuerte, ese “todo” se expresa. Pasó en diciembre de 2001, en el Puente Pueyrredón y, salvando las distancias, el miércoles pasado. Es imposible pretender un “orden”, un “control” sobre la movilización cuando se desata una brutal represión.

Es atendible que se apele a la lógica “¿a quién le sirve esa violencia? Al gobierno para reprimir”; aunque es una sentencia simplista y no siempre la respuesta es así de lineal. Son casos bien distintos, pero veamos algunos hechos históricos con la ventaja que da el paso del tiempo:

 La violencia durante el Cordobazo (que la militancia más diversa reivindica y celebra) puso en retirada nada menos que a una dictadura, y para ello, del lado del pueblo, hubo incluso disparos, grupos armados;

– Durante diciembre de 2001, a fuerza de masividad, algunos destrozos de bancos y empresas multinacionales en los alrededores de la Plaza de Mayo, fuego y barricadas, el gobierno antipopular huyó en helicóptero y solo por eso se abrió, dos años después, una etapa política más atenta a los intereses del pueblo;

– Durante la resistencia en la Masacre de Avellaneda mataron a dos compañeros, decisión que los policías iban a implementar con cualquier excusa, como pasó: bastó un simple empujón; pero sin el aguante de Darío, Maxi y la primera línea, sin haber puesto distancia a la represión con barricadas y algún fuego, podrían haber sido muchos muertos más. Esa firmeza en la lucha y después en la denuncia provocó que el gobierno represor tuviera que irse anticipadamente;

– Las “14 toneladas de piedras” de 2017 marcaron el principio del fin de la aventura macrista. Efectivamente, gran parte de la militancia popular resistió atacando a las fuerzas represivas, lo que hizo inviable el desalojo de la plaza durante largas horas. 

En síntesis: no fue, ni va a ser, siempre, la movilización pacífica el motor de la historia. Cuando el estado y sus fuerzas represivas deciden impedir el derecho a la movilización, hay momentos en que la resistencia por los métodos que se pueda o que indique el contexto –incluso métodos violentos– es lo que logra hacer la diferencia a favor del pueblo.

Volviendo al hecho de estos días: bien puede decirse, en ese caso, que el incendio del auto sí le resultó funcional al gobierno. Y que por eso la policía, como mínimo, dejó hacer. Una vez que lograron la aprobación de la ley y despejaron la movilización, Patricia Bullrich es quien mejor aprovechó la situación. Eso no quiere decir que el hecho violento lo realice, necesariamente, la policía. Muchas veces el gobierno “sabe” que va a haber grupos que tiren piedras o que prendan fuego algo, y no necesita operar para que eso suceda. Por lo general, incluso, lo sabe con más precisión que lo que se asume del lado de las organizaciones populares o de la izquierda, cuando muchas veces se elige “fingir demencia” ante lo evidente. Recordemos, sin ir muy lejos, la militancia anarquista que provocó distintos destrozos durante las marchas por Santiago Maldonado. No eran “servicios” como se dijo desde varios medios progres, sino jóvenes de ideas muy parecidas a las del propio Santiago, que fue asesinado por una represión cuando planificaba ocupaciones de tierras y barricadas antirrepresivas en el sur. Aun cuando podamos estar convencidxs que en este contexto eso no suma, no se resuelve el tema gritando “¡son servicios!”. Es más complejo…

Afinar el análisis, asumir el debate sobre las formas de la resistencia

Ya sea que se trate efectivamente de infiltrados, como se insiste en el caso del auto incendiado, o de grupos que deciden resistir a la barbarie represiva con hechos de violencia, como también puede ser, lo importante es afinar el análisis. Si es lo primero, habrá que saber neutralizar las provocaciones, identificar a los “servicios”. Si es lo segundo, poco ayuda la superficialidad del dedo acusador: aun cuando creamos que se trata de un accionar equivocado o contraproducente, lo que corresponde es tender puentes de diálogo o negociación con esa eventual militancia y evitar caer en la justificación de la criminalización. 

En la Argentina que ya se vino, es probable que las movilizaciones tal cual las conocimos en los últimos tiempos no alcancen para defender los intereses del pueblo. Es más probable aún que, cuando esas masividades puedan parecer efectivas, por eso mismo sean brutalmente reprimidas. Es probable incluso que la criminalización complemente y anticipe la represión: terror mediático, denuncias y detenciones previas. Es probable, también, que la amenaza de terminar en la cárcel, torturados o procesados por luchar haga que grupos militantes busquen preservar sus formas de actuar. 

Hace casi 30 años, promediando los 90, por ejemplo, las prácticas de cubrirse las caras para no ser identificados y el refuerzo de las columnas con cordones de seguridad muñidos de palos para la autodefensa, fueron algunas de las medidas que se naturalizaron. Aunque hoy generarían rechazo entre muchos manifestantes, son medidas que tienen un sentido y que, lamentablemente, es muy probable que vuelvan a ser necesarias.

Hace algunos años, estos debates se sintetizaban con una expresión cargada de sentido histórico. Ante regímenes que esclavizan y privan de las más elementales libertades, “la violencia en manos del pueblo no es violencia, sino justicia”, se decía. Una canción piquetera de Rafael Amor le puso poesía a esa disyuntiva: “Yo en patas y hambreado soy la violencia / y ellos armados hablan de paz”, cantó el trovador. La pregunta, hoy, es si creemos estar ante un régimen que se volverá cada vez más opresor y que apelará a prohibiciones a los derechos elementales, como el de manifestar. De ser así, es entendible que haya quienes no estén dispuestxs a resignarse, a simplemente correr y llorar por los gases ante la decisión –constante– de reprimir la protesta social. 

Los Cordobazos, las rebeliones populares ante las tiranías que reivindicamos como gestas admirables, no nacen de la nada. Esas situaciones que quedan grabadas en la historia, y que reivindicamos por su heroísmo y efectividad, son resultado de procesos de acumulación y de “gimnasia” rebelde durante centenares de hechos previos, tal vez menores, la mayor parte de los casos incluso fallidos, pero que van ejercitando y construyendo su legitimidad.

Puede incomodarnos asumir que escenarios así vayan a volver a darse. Cómodos o no, son debates que, más temprano que tarde, habrá que volver a dar.