En esta nueva entrega de Contrataque, una iniciativa conjunta de Revista Resistencias y La Luna con Gatillo, Pablo Solana nos invita a pensar la democracia liberal, la cual según afirma no atraviesa su mejor momento. Buena ocasión para romper el tabú, reconocer que estos sistemas no garantizan el “gobierno del pueblo” y animarnos a pensar alternativas*.
Por Pablo Solana
Poner el foco en el proceso electoral venezolano es pertinente porque, si la crisis política deriva en un escenario de violencia, podría producirse un nuevo sismo en toda la región. Pero concentrar la mirada solamente allí resulta hipócrita. La gran mayoría de las democracias contemporáneas se muestran fallidas. Más allá de tal o cual coyuntura electoral, distan de poder ser consideradas “gobiernos del pueblo” –tal el significado etimológico y profundo del término–. Sucede así desde hace mucho y en distintas regiones del planeta, aunque es cierto que en los últimos tiempos confluyen factores que agravan ese diagnóstico estructural. Antes de abordar el cuadro de situación en Nuestra América, intentaremos clarificar algunos conceptos fundamentales.
Apellido: liberal
Aunque tiende a ser definida así, como democracia a secas, lo que comúnmente llamamos de esa forma en Occidente debería ser identificado por su nombre y apellido, democracia liberal: un modelo de organización política que propone la división de poderes, el respeto formal a las libertades individuales y el multipartidismo como forma de librar las disputas por el control del Estado. La mayoría de nuestros países aspiran a regirse por sistemas de esas características aunque eso, a la luz de los resultados históricos más variados, bajo el capitalismo rara vez resultó garantía de soberanía popular.
Es sabido que las libertades que propone y define el liberalismo (correlato ideológico de la burguesía) están condicionadas por la posición de clase: sólo goza del derecho a viajar libremente, vestirse con las ropas que guste, vacacionar o acceder a consumos culturales diversos, quien puede pagarse esas posibilidades. La clase obrera y los excluidos que no puedan comprar pasajes de avión ni abonar la suscripción a HBO + no contarán con esos “derechos” (entre comillas porque, se sabe, si no están garantizados universalmente dejan de ser derechos para convertirse en privilegios). Ni hablar del acceso a la salud y otras necesidades básicas que el capitalismo mercantiliza y, de ese modo, mantiene insatisfechas a las grandes mayorías. Las clases sociales propietarias de los medios de producción entronizan una forma de gobierno en función de la acumulación del capital y a eso llaman democracia. El pueblo, bajo esa forma de organización social, padece más de lo que disfruta.
El empobrecimiento de las mayorías populares a lo largo de toda Nuestra América se profundizó bajo el imperio de estas democracias liberales (complementadas con cruentas dictaduras cada tanto). Esa fue la forma que mantuvo el régimen viciado y fraudulento que comandó por décadas el PRI en México. También fue una democracia liberal la que rigió a la sociedad colombiana durante más de medio siglo, mientras las clases dominantes desataban una guerra interna que incluía bombardeos a comunidades enteras. Es la democracia liberal la que ordena la vida y los padecimientos –crónicos, crecientes– de las mayorías populares en Chile, en Paraguay, en Ecuador, en Perú y sigue la lista. Es la misma democracia liberal la que dispuso, en Argentina, la alternancia de un gobierno tras otro desde 1983 durante los que, salvo el paréntesis del kirchnerismo (breve, en el contexto de los últimos 40 años), el pueblo trabajador vio empeorar cada vez más su situación. Democracia de la derrota, se analizó acá.
La decadencia de la IV República se caracterizó en Venezuela cuando estalló el Caracazo. El chavismo llegó, justamente, a refundar el país y desplazar a aquella “moribunda” república liberal, sustento de un verdadero sistema de “gobierno contra el pueblo”. Los procesos constituyentes en Venezuela, Bolivia y Ecuador tuvieron esa intención (más allá de las derivas –hay que reconocerlo– también fallidas). Montados en esas fallas, quienes enfocan hoy sus cañones contra Venezuela quisieran volver a un régimen como el de antes: liberal (ultraliberal, fascista o anarcocapitalista, no importa el detalle, en tanto que garantice la explotación del pueblo a favor de los intereses de los EEUU) en beneficio del gran capital.
El primer desafío para quienes pretendemos elaborar un diagnóstico honesto de la realidad de nuestros pueblos pasará, entonces, por dejar de lado esas matrices de análisis hipócritas. Cuando enunciemos defensas de la democracia, aclaremos a qué democracia nos referimos.
Neoconservadurismos ante la insatisfacción
A esta condición estructural de las democracias liberales se suman limitaciones más actuales. La irrupción de Donald Trump sacudió a parte del establishment en EEUU y desde el liberalismo surgieron críticas a su propio modelo de gobierno, como las expresadas en los libros Las crisis de las democracias (Adam Przeworski, politólogo de la Universidad de Nueva York), Cómo mueren las democracias (Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, politólogos de Harvard) o El pueblo contra la democracia (Yascha Mounk, politólogo de la Universidad Johns Hopkins, Baltimore). No vamos a profundizar aquí sobre esos enfoques: hay insumos más cercanos y más ajustados a nuestras realidades para tomar como referencia (es cierto que Milei, Bukele y Bolsonaro se explican, en parte, por la oleada internacional de reacción a los progresismos liberales en crisis, pero nos interesan más los factores endógenos, que en última instancia son los determinantes). Preocupados a su modo por el rebrote neoconservador y autoritario que se extiende de la mano de figuras como Trump, los politólogos estadounidenses alertan que las democracias ahora van “muriendo lentamente”, sin tanto golpe de Estado ni represiones sangrientas; caracterizan como “liberalismo antidemocrático” a regímenes que, más allá de su legitimidad de origen, se vuelven autoritarios, y llaman i-liberalismo a los proyectos que se proponen, desde el vamos, por fuera del republicanismo liberal.
En Nuestra América, sin embargo, ese trazo fino puede resultar superficial. Aquí todavía hay cuestiones más gruesas por las cuales preocuparse. En lo que va del siglo XXI, nuestro continente padeció golpes militares que se salieron con la suya (Honduras en 2009, Bolivia en 2019) e intentos que se quedaron a mitad de camino (Venezuela en 2002, Ecuador en 2010, Bolivia en 2024); procesos destituyentes ilegales (Paraguay en 2012, Brasil en 2015, Perú en 2022); fraudes notorios (México en 2006 y 2012, Honduras en 2017); elecciones amoldadas a la continuidad del presidente en ejercicio (el más notorio, Bukele en El Salvador); persecución de liderazgos populares para impedirles ganar elecciones (Correa en Ecuador, Lula en Brasil, Cristina Fernández de Kirchner en Argentina); masacres frecuentes en Colombia de bajo los gobiernos de Uribe, Santos y Duque; y desapariciones masivas en México, como el caso de los 43 estudiantes de Ayotzinapa. A los referentes del liberalismo global esas gravísimas circunstancias no les interpelan de gran modo, básicamente porque quienes las ejecutan coinciden con sus intereses.
Solo de ese modo puede explicarse que les genere extrema preocupación la crisis política actual en Venezuela, mientras a lo largo de 25 años el chavismo y el madurismo padecieron no sólo el golpe de Estado de 2002, sino también otros tres ciclos de violencia política desestabilizadora, un intento de asesinar a Maduro con drones, un ataque al Tribunal Supremo de Justicia con una granada arrojada por policías desde un helicóptero, una sublevación militar promovida por Guaidó, un intento de desembarco de tropas militares provenientes de Colombia en La Guaira y las amenazas directas de Trump sobre la posibilidad de una invasión con marines.
Es necesario insistir en despejar hipocresías, porque la maquinaria ideológica a favor de las grandes potencias imperialistas no da respiro. Sin embargo, los argumentos que se limitan a señalar “ah, pero ellos…” quedan cortos, si de lo que se trata es de explorar caminos soberanos, dignos de ser defendidos.
¿Más allá o más acá de la democracia liberal?
No profundizaremos, en estas líneas, en la descripción de prácticas de democracia directa, asamblearia, consejista. O comunal, según el modelo que propuso Chávez en su tiempo. Son, en efecto, alternativas válidas a la expropiación de la voluntad popular que implica la democracia liberal representativa, en la que el pueblo “no gobierna ni delibera” –como establece la Constitución Argentina– sino a través de sus “representantes”. Una transformación radical de la sociedad desde las bases requiere un ciclo histórico prolongado que no se corresponde con las posibilidades de la coyuntura actual.
Volvamos a Venezuela: ¿Tiene acaso Maduro otro camino en mente? Pareciera que sí, a juzgar por uno de los discursos más estruendosos de los días posteriores a las elecciones. Dijo el pasado 31 de julio: “No quisiéramos ir a otras formas de hacer revolución. Queremos continuar en el camino que Chávez trazó. Pero si el imperialismo norteamericano y los criminales fascistas me obligan, no me temblará el pulso para llamar al pueblo a una nueva revolución con otras características».
No sería algo del todo original. Cuba y Nicaragua expresan dos modelos políticos alejados de la democracia liberal. Veamos:
Cuba implementó, desde el inicio de su revolución, un régimen de partido único. En la actualidad rige un sistema de elecciones por circunscripción en las que participan todos los ciudadanos; allí se eligen integrantes a la Asamblea Municipal, que a su vez postula a los candidatos a la Asamblea Nacional, encargada de proclamar al jefe de Estado. Este modelo adapta el régimen implementado tanto en la URSS como en China, y se asienta en la idea de “parlamentarización de la sociedad”, concepto que un austríaco de apellido Kelsen sistematizó a partir de la revolución rusa de 1917. El periodista Santiago Mayor escribió en un detallado artículo:
“Kelsen sostiene que en las sociedades modernas complejas es imposible realizar una democracia directa mediante una asamblea permanente de toda la población. Es por eso que es necesario reproducir pequeños parlamentos en todas las instancias y lugares”. Ese modelo no contempla la existencia de partidos políticos ni propaganda electoral: el Estado informa el curriculum de los candidatos con su foto como única difusión. ¿Garantiza el régimen cubano un “gobierno del pueblo”, es decir, una democracia plena? Mal pudo una revolución asediada de mil modos haber contado con las condiciones ideales para hacerlo. Las penurias del pueblo cubano tienen diversas causas (el criminal bloqueo impuesto por EEUU, la primera); el sistema político no necesariamente está entre las más determinantes. Después de todo, se trata del mismo régimen que ordena la vida social y política en la República Popular China, protagonista de un crecimiento económico que permitió mayor bienestar para el conjunto de la población.
Pero la Venezuela de Maduro está lejos de la Cuba revolucionaria de Fidel y el Che. Alcanza con echar una mirada a la dinámica económica regida por capitales trasnacionales que hacen sus negocios sin complejos a lo largo de todo el país. Sin socialismo en la práctica ni en el horizonte, la referencia más cercana que puede emparentarse con el devenir de Venezuela, si todo sigue así, es la de la Nicaragua orteguista.
La tierra de Sandino está bajo el control de la sociedad Ortega-Murillo desde 2007, y desde entonces el sistema político sufrió una degradación que dio como resultado no solo el encarcelamiento de una decena de candidatos opositores, sino también un sistema aceitado de persecución a líderes históricos de la Revolución Sandinista críticos con la deriva autoritaria actual. En las calles, eso tuvo su correlato en violentas represiones como las de 2018, cuando el aumento de las cotizaciones de la seguridad social generó un genuino descontento que fue enfrentado por las fuerzas de seguridad con un saldo de al menos 200 personas asesinadas. La retórica “antiimperialista” pone a Nicaragua en el “eje del mal” y le permite a gobiernos como los de Cuba, Bolivia, Honduras y Venezuela tender puentes de resistencia común contra el injerencismo de los EEUU, pero eso no alcanza para reconocer algún dejo de proyecto emancipador en un proceso político que definitivamente perdió el rumbo.
El historiador Guillermo Caviasca analiza en esta nota:
“Puede haber épocas que necesitan regímenes de excepción, otras más tranquilas. Me guío por la definición de Gramsci de totalitarismo como necesidad fundacional de una etapa histórica. En nuestro país, podría haber sido el proyecto del peronismo del 45, del Modelo Argentino o la Comunidad Organizada, proyectos de Perón que finalmente no cuajaron. Sin embargo, el problema es creer que cualquier situación es ´excepción´”.
Si Venezuela transita la senda nicaragüense, convirtiendo cualquier futuro escenario en “excepcional” para justificar mayores recortes de las libertades –a la vez que, en el plano económico, quedan irresueltos los problemas estructurales que provoca el capitalismo y padece el pueblo–, eso generaría una nueva frustración para los procesos emancipatorios del continente, que volverían a quedar en desventaja. No es bueno ofrecer, como alternativa a la democracia liberal, un régimen que retrocede en vez de avanzar.
Si Maduro insiste con “otras formas” de llevar adelante su proyecto político, sería bueno que se referencie en horizontes que vayan más allá –y no más acá– de la democracia liberal. El propio Chávez propuso y proyectó un Estado Comunal. Aunque aquella expectativa hoy se muestra lejana, sería un horizonte deseable. En ese caso sí habría un proyecto popular y revolucionario capaz de volver a entusiasmar.
*Texto publicado en Revista Zoom aqui